Óscar Sánchez Vadillo
I- Como todos los escritos de Platón, el diálogo Menón plantea una gran cantidad de temas. Y como todos los diálogos de juventud, la mayoría de ellos quedan sin resolver, por lo que son conocidos como “aporéticos” (o “sin salida”). No obstante, el tema principal sobre el que versa Menón sí quedó más o menos concluso en el pensamiento del Platón maduro, sin perjuicio de algunas pequeñas variantes en la teoría. Esa teoría, archiconocida como la doctrina de la anámnesis (traducido habitualmente por “reminiscencia”), comporta, sin embargo, algunas dificultades de envergadura. La mayor consiste en que si, como Platón piensa, conocemos los seres concretos por medio de las ideas -eidos, en griego- que recordamos de una vida anterior, entonces hay que explicar también cómo es que cuando contemplamos esas ideas por primera vez (gracias a las “alas del alma”, según el mito del diálogo Fedro) fuimos capaces de reconocerlas e identificarlas. La salida fácil a este problema es argüir que lo que no se distingue bien en los seres compuestos de idea y materia, por la confusión sensible que introduce ésta última, es inmediatamente advertido en las puras formas ideales del Tópos Hyperouranós. Pero la dificultad subsiste cuando se señala que, en todo caso, si para conocer algo es necesario contar con una idea previa, entonces conocer la mismísima idea requiere también otra idea, y así hasta el infinito. Tal inconveniente ya fue formulado por Aristóteles, criticando la visión platónica de las ideas separadas del mundo sensible. De cualquier manera, este texto plantea otras “pegas” para la comprensión vulgar, como la concepción de que, porque el alma es capaz de abrirse a las ideas, de ello Sócrates deduce en el diálogo que el alma debe compartir una misma naturaleza (inmortal, inmutable, etc.) con ellas. O la noción básica de que todo “aprender es recordar”: ¿cuándo aprendimos entonces lo que recordamos? Platón parece opinar, en conclusión, que el conocimiento es una especie de fusión originaria en la que no se distingue entre alma e ideas, y eso explica tanto la naturaleza eidética del alma que antes nos preocupaba, como el problema de la reminiscencia que no resolvíamos, y también -y esto es lo mejor- nos deja como corolario la esencia anímica de las ideas (por la cual, después de todo, se delata en las ideas su origen psíquico humano): fijemos este primer punto. Independientemente de esto, hay que entender, entonces, que el conocimiento platónico no es conocimiento tal como se entiende vulgarmente, o sea: dos cosas distintas que entran en relación de discernimiento, al menos una sobre otra. Y es que esta comprensión vulgar tampoco se entiende del todo: ¿cómo pueden entrar dos cosas distintas en relación si no tienen al menos algo en común que las acerque, como una especie de puente a través del cual se alcanzan? ¿O es que “aprender” y “conocer” tienen lugar sólo entre lo diferente en tanto diferente, dando lugar a una instancia intermedia nueva, que no tiene nada que ver con ninguna de las dos originales?: fijemos este segundo punto. Entre el punto primero y el punto segundo que hemos fijado... ¡Ya estamos en las orillas del texto de Nietzsche!
II- El opúsculo que voy a comentar fue concebido en la juventud de Nietzsche pero se publico póstumamente. En él, el joven filólogo se formula la pregunta que, según los evangelios, un reticente Pilatos realizó a Cristo cuando éste se personó ante su presencia y expuso su doctrina: “¿Qué es la verdad?”. Para el Nietzsche de esta etapa de su vida y pensamiento tal interrogación sólo puede resolverse poniendo bajo la sombra de la duda escéptica la convicción cardinal de la filosofía occidental, especialmente en la forma impresa a esta cuestión por la filosofía moderna. Y esa convicción no es otra que la de que la Verdad es el resultado natural tanto como la determinación fundamental del conocimiento, es decir, que la Verdad expresa la correlación exacta entre la razón y el mundo de los objetos. En palabras de Santo Tomás, la Verdad sería, así, la adecuación entre intelecto y cosa (aedecuatio intelectus et rem), cuando la relación entre ambas instancias se halla libre de toda confusión tanto desde el punto de vista del sujeto como desde el punto de vista del objeto. Pero tal conformidad es imposible, quimérica, para Nietzsche, puesto que el sujeto introduce siempre en su trato con el mundo toda una batería de pre-juicios, deseos y necesidades que distorsionan su conocimiento del mismo. A estas proyecciones del sujeto sobre lo real, cuando se las analiza desde su dimensión lingüística, Nietzsche las denomina metáforas, metonimias, figuras retóricas, “monedas” conceptuales, en fin, que han perdido su sello original - en una reminiscencia del símil de Diógenes el cínico. Por otra parte, desde el lado de lo real mismo, tampoco el contacto entre razón y mundo que la filosofía llama “conocimiento” es pensable, ya que las cosas mismas (“en sí”, el noúmeno de Kant) permanecen extrañas al aparato intelectual humano: no son sino “X”, incógnitas, a las que sólo cabe atribuir un perpetuo movimiento y cambio. De este modo, para Nietzsche el conocimiento no es más que un mito, el mito más prestigioso de la tradición occidental, y los filósofos y científicos los sacerdotes encargados de preservar y difundir ese mito entre los pueblos a que pertenecen y también al resto del mundo por medio de la aculturación, la imposición y el imperialismo. Lo que hay bajo la Verdad, pues, no son más que conceptos, y los conceptos “ilusiones que han olvidado que lo son”. El mundo de lo inteligible que desde Platón ha sido objeto de la búsqueda filosófica consiste, de este modo, para Nietzsche, en un conglomerado histórico de “ilusiones”, cuyo origen imaginario no desdice, sino que refuerza, su fin exclusivamente práctico: la conservación de los medios de vida del hombre. Pero si esto es así, entonces la misión de la filosofía de Nietzsche se endereza hacia el objetivo de hacer consciente ese proceso mediante el cual la ilusión se convierte en valor para la vida y la metáfora en norma lingüística y convención social, y a ese propósito dedica el resto del ensayo. Porque, en efecto, cuando el hombre se haga cargo de la naturaleza contingente, plural y puramente práctica de sus máximos ideales, entonces podrá dar rienda suelta a su creatividad y forjar tantos conceptos como nuevas intuiciones le surjan, y tantas formas de vida como deseos y necesidades le acucien. De ahí la exhortación al retorno del hombre intuitivo griego frente al hombre racional moderno con que remata las páginas de este artículo.
III- El texto comienza con una gran metáfora, consecuente con el espíritu del ensayo. Cada pueblo de la tierra ha erigido sobre sí mismo un determinado cielo conceptual bien distribuido al que acata y obedece en sus leyes y comportamientos sociales. Es un “cielo” en el sentido figurado de que en él moran los valores supremos de tal pueblo, ya que están “en lo más alto” e intocable de su estimación colectiva -y, además, la metáfora del cielo es en el occidente cristiano la imagen de lo eterno objeto de anhelo de realización vital. Y es “conceptual” porque todo valor se expresa en forma de concepto en su uso común, según Nietzsche, por ejemplo: la “honradez” en nuestra cultura actual es sinónimo de limpieza en los contratos que implican intercambio de bienes o dinero -de la misma forma, todo concepto es un valor, negativo o positivo, como acabamos de ver. Por tanto, un cielo o una catedral conceptual es un símil del mundo de normas que rigen a una comunidad, normas que expresan el carácter y la intencionalidad de esa comunidad en tanto que son obra de generaciones y generaciones de la misma, pero cuya causa original puede llegar a ser inconsciente para la mayoría (Nietzsche tiene en cuenta en este escrito el inconsciente) en tanto que aquel carácter o intencionalidad hayan sido asimilados y automatizados por el saber popular. De modo que cada pueblo -nación, civilización, comunidad, imperio, etc.- respeta y venera por encima de todo sus propias normas, y sólo admite las de otros pueblos en caso de que tengan algún paralelismo con las suyas (“todo dios conceptual ha de buscarse solamente en su propia esfera”, dice el texto). Y esto, escribe Nietzsche, “por amor de la verdad”. Al margen de que tal propensión congénita sea el motivo de guerras, lo importante aquí es esta apelación a la verdad en el momento de defender una cultura sus valores. La “verdad” se puede entender en este artículo como “veracidad” (es decir, la intención contraria a la mendacidad o el decir voluntariamente mentiras) o como “metafísica” (es decir, la dimensión ontológica contraria a la apariencia o la ilusión, pace Platón): Nietzsche mezcla ambas en este opúsculo bajo la rúbrica “voluntad de verdad”. Las normas o convenciones sociales son “mentiras seculares” que facilitan la comunicación y producen seguridad, y a la vez expresan la voluntad de un pueblo de creer que con esas ilusiones designamos el ultramundo, donde habita la “verdadera realidad”. Eso incluye la ciencia, la religión, el derecho y la moral, en fin, todo, pues todo ello es metafísico, no tangible. Por eso Nietzsche dice que tales ilusiones han de estar construidas en edificios (arquitecturas conceptuales precisas) como hechos de “telarañas” (pero evanescentes, ideales), suficientemente livianos “para ser transportados por las olas” (adaptables a los cambios) y, sin embargo, firmes “para no desintegrarse ante cualquier soplo de viento” (capaces de resistir el devenir). En su obra posterior, Nietzsche afirmará que el origen de esta “voluntad de verdad” no reside en la utilidad en general, como se aduce aquí, sino en el resentimiento de los débiles-decadentes contra los fuertes.
IV- Escribía en alguna parte Michel Foucault que es mejor hablar del hombre rematadamente mal, pero con furiosa pasión, como hizo siempre Nietzsche, que adularle y encumbrarlo en su dignidad natural, pero con suave frialdad y comedimiento. Esto segundo es lo que han hecho desde hace siglos, por regla general, los llamados “filántropos”, más preocupados por el bien y la salud de la Humanidad que por la de Pedro, Susana o Mario, a los que tratan, sin embargo, con condescendencia. Nietzsche, en cambio, en este escrito, denigra a la especie humana tanto en su fondo como en su superficie, pero lo hace a fin de recuperar para la vida plena a los individuos particulares. En concreto, en el presente texto lo que se pone en entredicho es la presunción del hombre de ser la única criatura capaz de dotarse de la “percepción correcta” acerca de lo real, sea a través meramente de sus sentidos, o sea mediante las correcciones que sobre ellos ejecute el entendimiento. Que esto no es así, para Nietzsche, se infiere de dos tipos de razones muy cercanas entre sí, ambas estrictamente contrarias a la tradición filosófica platonizante. El primer tipo remite de entrada a las argumentaciones sofísticas, según las cuales toda percepción depende enteramente de la peculiaridad del sujeto que la tenga o sea afectado por ella. Es el tópico del sofista Protágoras (al que Platón dedico un diálogo casi elogioso) conocido como el del homo mensura, y que dice en modo abreviado que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Es decir, cada hombre o cada cultura humana establece el filtro de lo que considera real y de lo que no, así como del modo en que determina eso que considera real o irreal. Aquí, en realidad, la percepción juega un papel activo, puesto que se percibe en cada ocasión gran parte de lo que hemos puesto antes en el objeto, que es precisamente lo que Nietzsche ha aprendido de Kant a través de la interpretación de Schopenhauer. De manera que si a la percepción la denominamos ahora, de un modo más global, “representación”, yendo más allá de los sofistas antiguos, entonces hemos de reconocer que nos “representamos” la naturaleza conforme a las categorías e intuiciones de tiempo absoluto, espacio geométrico y relaciones numéricas o de sucesión causal -recuérdense los diferentes niveles de la crítica teórica de Kant. Y hemos de reconocer también que, al hacer esto, incurrimos ineludiblemente en “antropomorfismo”, ya que nuestra representación recorta y modela la naturaleza a nuestra manera humana, como afirmaba Protágoras sin querer, quizá, llegar tan lejos. Los animales como el insecto o el pájaro no sólo perciben de manera distinta (ciertos insectos, por ejemplo, perciben el ultravioleta), sino que no parece probable que proyecten esas determinadas categorías e intuiciones sobre la naturaleza, viviendo, pues, una realidad completamente diferente. El segundo tipo de razones son, más bien, propias de la tradición escéptica: no hay “percepción correcta” porque para que yo supiese que la hay, tendría que salir de mi propia percepción habitual y comparar ésta con la realidad, lo cual, además de irrealizable, es absurdo, puesto que para realizar dicha comparación tendría que usar, de nuevo, de otra percepción no aún validada como correcta. En conclusión, entre lenguaje y realidad, o percepción y objeto, que son dimensiones heterogéneas, tan sólo puede existir para Nietzsche una relación estética, no cognoscitiva. Y, por tanto, Pedro, Susana y Mario son libres para no seguir forzosamente el criterio de la humanidad o de la sociedad “inventando y poetizando” sus propias percepciones del mundo.
V- El escrito que nos ocupa fue dictado por Nietzsche a su amigo Gersdoff en el año 1873, a los 29 años de edad más o menos, cuando aún no había terminado ningún libro importante. Si la verdad “en sentido extramoral” consistía en una suerte de instinto gregario de protección, como ha podido verse en los parágrafos anteriores, este segundo y más corto parágrafo examina en qué consistiría la mentira asimismo “en sentido extramoral” -con “extramoral” se quiere decir: más allá de la consideración en términos de “bueno” o de “malo” del hecho de proferir verdades o mentiras, preguntarse cuál es la función que cumplen ambas acciones. En este periodo de su vida, Nietzsche estaba muy influido por el -sin duda, genial, pero no más que otros- compositor Richard Wagner, que además escribía prolíficamente. Wagner había teorizado acerca del “hechizo” o la “alucinación” que suscita el arte, y el filósofo se hace eco profusamente de esta doctrina en esta coda de su ensayo. ¿Qué sería, entonces, una resuelta “voluntad de mentira” en sentido no-moral? Pues esa otra pulsión contraria a la pulsión de verdad que, aunque igualmente basada en la ilusión, busca arrebatadoramente asumir esa ilusión como una opción vital que destierre la seguridad y el orden social a favor del hechizo y la alucinación del arte. “Soñar sabiendo que se sueña” -como escribió nuestro autor más adelante-, jugar a seguir “antropomorfizando” el mundo en formas nuevas e inéditas, derrocar (aunque sólo sea para uno mismo o unos pocos) con nuevas intuiciones el seco y fosilizado cielo de las abstracciones, crear… cuando Dios mismo dejó esa función vacante el séptimo día del Génesis.
El hombre intuitivo, el artista (que no hay que confundir con el profesional del arte: artista es cualquiera que renueve en su interior las fuentes de la imaginación, que es creadora de imágenes, valores, etc., aunque no esté adiestrado en ninguna técnica específica), es identificado por Nietzsche con el poeta trágico griego, que se ocultaba tras una máscara. De esa máscara proviene la palabra “persona” (personare en latín: lo que suena a través de la máscara del actor), con el añadido de que el actor trágico griego cambia de máscara en cada representación, y, por tanto, no admite una sola personalidad definida. Semejante artista no canjea jamás la intuición coloreada, repentina e irrepetible por un esquema abstracto, jerarquizado e imperativo, y gracias a ello en alguna ocasión es capaz de fundar de arriba abajo una cultura, como en la Grecia arcaica. Pues bien: Nietzsche opone en estas últimas palabras a este hombre intuitivo el hombre racional cuyo máximo exponente en la tradición occidental se da en la figura del filósofo estoico. El estoico es un filósofo, no un artista, mas, no obstante, lleva también una máscara (“de facciones dignas y proporcionadas”, dice el texto), pero una sola, rígida y hierática. Naturalmente, el estoico también engaña a la vida, como todo hombre, y por tanto tiene o tuvo algo de creador, pero su engaño se inscribe en la “voluntad de verdad”: quiere fingir que no sueña, que sus conceptos y abstracciones son reales, y que bajo su amparo es capaz de aguantar los reveses y las desgracias de la existencia. El poeta trágico es ingenuo (también del latín: “nacido libre”, “inocente”), y por eso todo infortunio le coge desprevenido; el filósofo estoico es grave y circunspecto, espera siempre lo peor y por eso se pierde la alegría.
El Nietzsche más maduro conservará gran parte de estas ideas de juventud, pero replanteándolas mucho. El hombre creador será el superhombre, la duda sobre los armazones conceptuales el nihilismo, y el sacerdote reemplazará al estoico –nada será ya exactamente lo mismo.
El texto en cuestión está aquí, editado en pdf por mi amigo Simón Royo:
http://www.lacavernadeplaton.com/articulosbis/verdadymentira.pdf