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Literatura de la pobreza, II: Misericordia, Benito Pérez Galdós



Óscar Sánchez Vadillo


Julio Cortázar fue profundamente injusto con Benito Pérez Galdós en Rayuela. Es verdad que no es él, sino su protagonista, Horacio Oliveira, el sujeto del apresurado juicio crítico, y que tampoco podemos ponernos muy exigentes con el texto magno de Cortázar, puesto que no es un ensayo literario en la debida forma, sino una colección de fragmentos líricos cazados al vuelo con un tenue hilo conductor. Pero no hay duda de que Cortázar se puso a sí mismo por entero en esa calificación, ya que, al fin y al cabo, Horacio Oliveira es lo que Cortázar hubiera querido ser y un poco también de lo que, desde luego, vendía de sí mismo. Y tampoco caben muchas dudas de que Rayuela, que no es en absoluto una novela, le refleja a él de pies a cabeza, porque de lo que verdaderamente trata Rayuela, tal como yo lo veo, es de una actitud, la actitud que en opinión de Cortázar debe uno adoptar si lo que se quiere es ser el creador a la vez artístico y vital del mañana. El caso es que allí Oliveira se avergüenza de lo que lee la Maga, en un momento de resentimiento (emoción más fama que cronopio, por cierto), cuando descubre en su habitación un volumen abierto de Lo prohibido de Galdós, y piensa "pero mirá las cursilerías de este tipo... es sencillamente asqueroso como expresión"; y luego abunda, "y las cosas que lee, una novela, mal escrita, para colmo una edición infecta, uno se pregunta cómo puede interesarle algo así. Pensar que se ha pasado horas enteras devorando esta sopa fría y desabrida, tantas otras lecturas increíbles". ¿Es acaso la Maga lo que el propio Cortázar llama, siempre incorrecto políticamente, un "lector hembra", de esos que permiten pasivamente que el autor lo haga todo por ellos? ¿O es que Galdós es verdaderamente tan rematadamente malo, el paradigma hispano de una literatura tristona, fácil e inclinada a la lágrima, una sopa pueblerina, basta y encima "mal escrita", el anti-vanguardismo por excelencia?

Pues sí y no, creo yo. Por supuesto, Don Benito "el garbancero" era cursi, como le pedía su auditorio, y también requería de un lector manso, paciente y que recorriese las páginas una detrás de otra sin jugar a los saltos acrobáticos entre capítulos, pero poseía un mundo abigarrado que compartía con su público, un público menos sofisticado que el de Cortázar y menos hambriento también de revoluciones estético-existenciales rarunas. Ese mundo solía ser a menudo -no siempre...- Madrid a fines del s. XIX, y Galdós lo documenta con un rigor del que se han alimentado muchos historiadores posteriores. El realismo, el naturalismo, consistieron y todavía consisten en eso, le guste a Oliveira-Cortázar o no, y si uno, como lector, a lo que aspira es a enterarse de cómo funciona el entramado social de los hombres reales, en vez de aprender el imperativo estético de un escritor particular en funciones de guía generacional, entonces no hay "lado de acá" o "lado de allá" vacíos y abstractos a los que acudir, sino que no queda otra que visitar lugares tan densos y concretos como el Madrid finisecular de Galdós. Lo prohibido, que indigna al Freigeist argentino y a su alter ego literario, versa sobre eso, algo tan denso y concreto como el Madrid de las finanzas, pero yo prefiero su opuesto, Misericordia, en el que Galdós se patea las calles y barrios pobres de Madrid para contarnos las auténticas miserias de la Gran Miseria, porque en las novelas de Galdós los clochards (los mendigos o vagabundos parisinos del París de Cortázar y del París real) no recitan versos de Verlaine ni escuchan jazz a medianoche. Sobre aquel difícil “trabajo de campo”, como diríamos hoy -y luego es Galdós el que pasa por cursi…-, más bien deprimente y desolador, relata el propio interesado, en un magnífico texto que tomo directamente de la Wikipedia,


En Misericordia me propuse descender a las capas ínfimas de la sociedad matritense, describiendo y presentando los tipos más humildes, la suma pobreza, la mendicidad profesional, la vagancia viciosa, la miseria, dolorosa casi siempre, en algunos casos picaresca o criminal... Para esto hube de emplear largos meses en observaciones y estudios directos del natural, visitando las guaridas de gente mísera o maleante que se alberga en los populosos barrios del sur de Madrid. Acompañado de policías escudriñé las "casas de dormir" de las calles de Mediodía Grande y del Bastero, y para penetrar en las repugnantes viviendas donde celebran sus ritos nauseabundos los más rebajados prosélitos de Baco y Venus, tuve que disfrazarme de médico de la Higiene municipal. No me bastaba esto para observar los espectáculos más tristes de la degradación humana, y solicitando la amistad de algunos administradores de las casas que aquí llamamos "de corredor", donde hacinadas viven las familias del proletariado ínfimo, pude ver de cerca la pobreza honrada y los más desolados episodios del dolor y la abnegación en las capitales populosas...

(Prólogo a la edición de Misericordia de 1913)


Para los paisajes de la pobreza no pasa el tiempo, y estoy seguro de que algo parecido a esta apretada descripción podemos encontrar todavía hoy, en Madrid o en otros enclaves menos destacados del planeta. Los paisajes de la riqueza, en cambio, varían enormemente más con el transcurso de los siglos, y, así, la diferencia entre, por ejemplo, la ciudad de Los Ángeles hace un siglo y medio y hoy es más que considerable. Sin embargo, sincrónicamente la riqueza también ostenta parecidas características en los lugares más remotos, de manera que Dubai pretende imitar los rascacielos de Nueva York pero a lo bestia. Galdós, cuando pinta las afueras de Madrid, o sus rincones más depauperados, casi nos ofrece un panorama desdichadamente eterno, pero al menos los cielos son anchos y azules, y el sol calienta los cuerpos en verano, mientras que hoy la pobreza también conoce los males de la contaminación o del tráfico de coches o aviones. Las criaturas que habitan esos márgenes merecen una descripción minuciosa, y Galdós, aunque descarnado como la realidad misma, las mira con cierta simpatía y así nos las acerca (Misericordia, Alianza, pág.157):


Como grieta que da paso al escondrijo de una anguila, así era la puerta, y la mujer el ejemplar más flaco, desmedrado y escurridizo que pudiera encontrarse en la fauna a que tales hembras pertenecen. Tan flaco era su rostro, que al verlo de perfil podría tenérsele por construido de chapa, como las figuras de las veletas. En su cuello no cabían más costurones, y en una de sus orejas el agujero del pendiente era tan grande, que por él se podría meter con toda holgura un dedo. Los dientes mellados y negros, las cejas calvas, las pestañas pitañosas, los ojos tiernos, de mirada de lince, completaban su fisonomía. Del cuerpo no he de decir sino que difícilmente se encontrarían formas más exactamente comparables a las de un palo de escoba vestido, o, si se quiere, cubierto de trapos de fregar suelos; de los brazos y manos, que al gesticular parecía que azotaban, como los tirajos de un zorro que quisiera limpiar el polvo a la cara del interlocutor; de su habla y acento, que sonaban como si estuviera haciendo gárgaras, y aunque parezca extraño, diré también, para dar completa idea de la persona, que de todas estas exterioridades desapacibles se desprendía un cierto airecillo de afabilidad, un moral atractivo, por lo que termino asegurando que la Pitusa no era antipática ni mucho menos.


Porque son las mujeres, esta “Pitusa” o Benina, la protagonista de la novela, las que verdaderamente sostienen en vilo el mundo de la miseria y le impiden hundirse irremisiblemente. Galdós no tiene ningún discurso de corte feminista ni deja especialmente de tenerlo (aunque para los años de esta novela era “novio” de Emilia Pardo Bazán, que sí fue muy activa al respecto, de modo que algo familiar tendría que ser el feminismo de la época para él…), pero intuitivamente se percata de que son siempre las mujeres las que salvan la peor situación cuando queda todavía algo por salvar, y llega más lejos, haciéndole sentir a Benina en algunos momentos de la novela su propia importancia, la importancia de quién dedica su vida a los demás y por tanto no tiene nada de lo que arrepentirse, salgan como salgan finalmente las cosas (Misericordia, Alianza, pág. 308):


Rechazada por la familia que había sustentado en días tristísimos de miseria y dolores sin cuento, no tardó en rehacerse de la profunda turbación que ingratitud tan notoria le produjo; su conciencia le dio inefables consuelos: miró la vida desde la altura en que su desprecio de la humana vanidad la ponía; vio en ridícula pequeñez a los seres que la rodeaban, y su espíritu se hizo fuerte y grande. Había alcanzado glorioso triunfo; sentíase victoriosa, después de haber perdido la batalla en el terreno material.


Cortázar se ratificaría en su acusación de cursilería, y seguramente tendría toda la razón, pero no deja de haber cierta dignidad a prueba de bomba en lo que es prácticamente el discurso final de Benina, la humilde mujer que inadvertidamente y con mucho trabajo arregla las arrastradas existencias de los demás sin apenas hacer ruido, y que, a pesar de lo mucho malo y duro de lo vivido, filosofa con las siguientes palabras ante el “moro” Almudena (Misericordia, Alianza, pág. 312):


Andando, andando, hijo, se llega de una parte del mundo a otra, y si por un lado sacamos el provecho de tomar el aire y de ver cosas nuevas, por otro sacamos la certeza de que todo es lo mismo, y que las partes del mundo son, un suponer, como el mundo en conjunto; quiere decirse, que en donde quiera que vivan los hombres, o verbigracia, mujeres, habrá ingratitud, egoísmo, y unos que manden a los otros y les cojan la voluntad. Por lo que debemos hacer lo que nos manda la conciencia, y dejar que se peleen aquellos por un hueso, como los perros; los otros por un juguete, como los niños, o estos por mangonear, como los mayores, y no reñir con nadie, y tomar lo que Dios nos ponga delante, como los pájaros... Vámonos hacia el Hospital, y no te pongas triste.


Y algo no muy distinto de esto es, creo, la materia de que están hechas las grandes novelas…


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