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La “ilustración escocesa” o de la ternura de la razón

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Óscar Sánchez Vadillo



Casi todos nuestros placeres incluyen el trato mutuo.

Lord Shaftesbury




Al margen, claro, de los historiadores, no es de público conocimiento, ni siquiera entre los filósofos o los economistas, la enorme pujanza civilizatoria que adquirió Escocia en el siglo XVIII, hasta el punto de que resulta perfectamente apropiado hablar de una “ilustración escocesa” que irradió no sólo Gran Bretaña y Europa continental, sino también lugares por entonces remotos como Estados Unidos o Nueva Zelanda. Hay una suerte de hilo de oro que pasa por John Locke, inglés, hacia su discípulo, Anthony Ashley Cooper, tercer conde de Shaftesbury, que luego atraviesa a Francis Hutcheson, irlandés afincado en Glasgow, de este a David Hume, nacido en Edimburgo, que enseguida alcanza a Adam Smith, de la misma ciudad, hasta llegar, por parar en algún sitio, en Henry Home, Lord Kames, que fue también amigo personal de Hume. Este tipo de fenómenos de concentración de grandes personalidades nunca suceden enteramente por azar, y en el presente caso se debe no sólo a que la concurrencia de todas ellas abona su brillo recíproco, sino a la meteórica prosperidad material e intelectual de la Escocia que precedió y se acrecentó en estos felices años.

En la Escocia del Siglo de las Luces, en efecto, se fundaron clubes, tanto científicos como literarios, se multiplicaron las imprentas, se propició un ambiente cultural que dio lugar a lo que se conoció con el hermoso nombre de la “república de las cartas” (por decirlo así, exactamente lo opuesto a las actuales redes sociales que sirven fielmente al tecnopopulismo), se generó un Banco Central que fue modelo para otros países y no sólo europeos, se luchó contra la esclavitud en la que se asentaban en muchas ocasiones las enormes fortunas de los magnates del tabaco, y en general, se construyó la infraestructura de lo que en la época vino a llamarse, con esperanza, the pursuit of happinnes1. Francis Hutcheson, como el mismo Odín “padre de todos” aquellos ilustrados, decía en su Una investigación en torno al origen de nuestras ideas de belleza y virtud, del año 17252, que lo que se proponían era practicar “una filosofía sencilla y de andar por casa, consistente en mirarse a uno mismo”. Y así era, porque de lo que se trataba no era de ser tragados por el pozo sin fondo del reduccionismo metodológico de Descartes, ni tampoco se trataba de erigir una metafísica fuerte, potente e inexpugnable como más adelante haría Kant, lo que se quería era intentar, en cambio, en este lapso de relativa calma filosófica (pues incluso los enciclopedistas franceses fueron poco aficionados a la ontología propiamente dicha), establecer un humanismo suave, optimista, partiendo de esa vieja función de la filosofía desde el helenismo que consiste en eliminar los motivos infundados del miedo. Para ello, Lord Shaftesbury propuso algo inédito, que nadie antes se había atrevido a sacar a la palestra: nada menos que la catarsis del ingenio y del humor, que roe los fanatismos y desautoriza el dogmatismo; también, la defensa de la sencillez frente a los abusos de la especulación teológica de la que se derivaba siempre una moral inflexible; cargar, así mismo, contra el egoísmo pequeño y contra el uso perverso del amor propio a favor de la entidad real de los bienes; y, en una apresurada enumeración, librar una lucha constante contra la superstición, contra la uniformidad de opiniones, contra la seriedad, contra el juego de contrarios (lo que hoy denominamos “polarización”), contra la búsqueda de una salvación desde arriba, contra la censura del legado de la antigüedad pagana, contra los mártires reales o fingidos, contra la impostura en general, contra los impedimentos a la investigación (que también, como transcribo en epígrafe, se disfruta más en compañía que solos, apunta Shaftesbury, de ahí la república de las cartas...) Es decir, y tal como yo lo veo, un inventario perfecto, fantástico y exhaustivo de todo lo que precisamente necesitamos en este incierto y problemático siglo XXI, y que corrientes subterráneas, antihumanistas, antidemocráticas, y antiigualitarias cuando no directamente malignas y dañinas como la que se hace llamar hoy “ilustración oscura” van a tratar en lo posible y con todas sus fuerzas -que, desgraciadamente, son muchas, porque cuentan con el respaldo del dinero- de impedir.

En cambio, aquella fue una ilustración culturalista, abierta, integradora, algo sofística, si se quiere, harto más comprensiva con las debilidades y riquezas humanas que la posterior de Kant, y sin duda imbuida de un espíritu diametralmente opuesto al que anima la actual anti-ilustración del Lado Oscuro de la Fuerza. Aquellos hombres pidieron la relectura de las fuentes clásicas grecorromanas, donde se buscaba revitalizar el sentido y el pathos de la civilidad. Se sabían tutelados por la semi-diosa Razón, pero también hallaban “padrinos” entre los pliegos clásicos, lenitivos del culto a esa tremenda potencia recién investida. Hundían, de hecho, sus fundamentos en nuevos órganos originarios como la sensibilidad y el desinterés, o como la provisión de acuidad, refinamiento y ennoblecimiento en tanto elementos devenidos humanos, y, por tanto, racionales (la racionalidad, pues, como un “granero” que acumula huellas históricas de “humanología”, o si se quiere, de “antropografía”3). Elementos que sentían correlativos a nuevos objetos de conocimiento cuasi-trascendentales a los que cultivar: el Orden, la Armonía, la Proporción Matemática de la Belleza Ascética (más que “estética”, término que es usado más bien como una acusación; ya se sabe, nulla aesthetica sine ethica)... Para Francis Hutcheson, Locke no habría realizado distinciones en el “sentido interno” de la conciencia humana, ni habría cribado adecuadamente los entusiasmos (esto es, los fanatismos, sobre todo religiosos, “entusiasmos” contra los que escribió elocuentemente Lord Shaftesbury), sino que tan sólo se habría ceñido a la inspección de los cinco groseros sentidos (léase: desprovistos de las sutilezas de ese crisol de la experiencia cultural, ¿o es que acaso esta no si no la perfecta destiladora real e irisada de una “experiencia posible” que va mucho más allá de la de Kant?), como, por cierto, hicieran también Platón o Descartes. La belleza comprendida como uniformidad compleja de lo diverso, pero tanto como uniformidad diversa de lo complejo -Shaftesbury habla a menudo de “pluriformidad y armonía verdadera”. A su vez, las ciencias vistas como el sentido interno de la armonía de un orden complejo; la moral, como el sentido del agrado en las conductas virtuosas; la teología, como el sentido de la autonomía racional del ente finito; la divinidad como la concordancia de nuestro sentido autónomo de la belleza con el interés y la utilidad elementales4... ¿Y qué es la vida, sino conversación antes que pasión, y pasión antes que razón? ¿Y qué la filosofía, después de todo, sino teología benévola y savoir-faire vital?..

Era todo tan bueno, me parece, que no podía durar mucho, y tampoco ser recordado durante demasiado tiempo. El empirismo británico/escocés fue una metafísica diáfana5 que sirvió de base a una ética del corazón y a una sociología de la “simpatía” relacional de David Hume6. El hombre es mudadizo, sí pero el resultado de tales transformaciones es siempre una costumbre, y la costumbre es el lar del reconocimiento mutuo en un sentimiento de origen, valor y fin (según Hutcheson, los componentes de toda significación lingüística). Frente a esta ilustración cualitativa, me parece que la imposición de una ilustración negativa y cuantitativa a la que quieren forzarnos hoy ya no es aquella esperanzada “ternura” de la razón previa al idealismo alemán, sino pura y crasa dureza de la sinrazón…





1 Ese ideal de convivencia ciudadana ya había estado, sin duda, en Aristóteles, y también en las jóvenes repúblicas italianas del Renacimiento, pero no de esta manera tan apegada al futuro, tan confiada no sólo en la bonanza actual, sino en su acrecentamiento en el porvenir. Quien sabe si fue precisamente esa inquietud la semilla de su perdición -Aristóteles jamás hubiese ambicionado más que el bienestar de la polis hic et nunc.

3 “Antropología” no es el término adecuado porque la Antropología como presunta ciencia se fundó posteriormente y con unos fines muy concretos y distintos, en los que poco tuvo que ver en principio la hospitalidad con toda manifestación humana entendida como fuente de una diversidad y una paideia superior.

4 Señala Shaftesbury que Dios es ventaja o alabanza, de ningún modo un agente sobrenatural, que el evangelio ha de ser una auténtica “buena nueva” (que es la traducción literal del vocablo griego) o no ser nada, y lo que es mejor: que el ateísmo tan sólo puede deberse al mal humor, adelantándose dos siglos a G. K. Chesterton…

5 Como escuché exponer a Ernesto Castro en una clase suya, la muy marcada diferencia entre el contrato social comprendido a la manera protestante de Hobbes y Locke y a la manera anterior católica consiste en que para el catolicismo el poder viene de Dios, sí, pero reside en el pueblo, que es quien lo delega al soberano (que no tiene potestad alguna, contra el omnipotente Leviatán de Hobbes, para alienar del estado llano el convivium, el connubium y el commercium, o sea, el derecho natural a procurarse la alimentación y compartirla -la sociedad, por tanto-, el derecho a contraer matrimonio, -la familia, por tanto-, y el derecho a la propiedad y a comerciar con ella, que preexisten al Estado y al rey y que este debe asumir y articular); en cambio, el contrato social moderno de los citados da por hecho que no existe ninguna realidad social pre-política, y que Estado y sociedad se fundan a la vez.

6 Maravillosa y muy puesta en razón nota al pie número 2 de la Investigación sobre el conocimiento humano, que nunca he visto destacada o glosada, traducción de Jaime Salas para Alianza: “Ha sido la costumbre de los filósofos dividir todas las pasiones de la mente en dos clases, las egoístas y las altruistas que, según se suponía, se hallaban en constante oposición y contrariedad. Se pensaba que las últimas no podían alcanzar su objeto propio más que a costa de las primeras. Entre las pasiones egoístas se encontraban: la avaricia, la ambición, el deseo de venganza. Entre las benévolas, el afecto natural, la amistad, el espíritu cívico. Ahora pueden los filósofos (véanse los sermones de Butler) apreciar la incorrección de esta división. Se ha demostrado, sin dejar lugar a discusión alguna, que incluso las pasiones comúnmente consideradas egoístas llevan a la mente más allá de sí misma, directamente al objeto; que, aunque la satisfacción de estas pasiones nos produce placer, la anticipación de dicho placer no es la causa de la pasión, sino que, por el contrario, la pasión es anterior al placer, y sin la primera, la última no tendría posibilidad de existir; que el caso es exactamente el mismo con respecto a las llamadas pasiones benévolas y que, por consiguiente, un hombre no es más interesado cuando busca su propia gloría que cuando la felicidad de su amigo es el objeto de sus deseos, ni es más desinteresado cuando sacrifica su tranquilidad y comodidad en favor del bien público que cuando se esfuerza por la gratificación de su avaricia y ambición. Aquí, por tanto, se da un notable reajuste en los límites de las pasiones que, hasta ahora, han sido confundidas por la negligencia e imprecisión de filósofos anteriores. Estos dos ejemplos pueden bastar para mostrarnos la naturaleza e importancia de esta clase de filosofía”. La izquierda internacional se ha burlado mucho y puesto en cuestión la obra de Adam Smith, pero hay que recordar que Smith fue un gran estudioso y catedrático de ética, aparte de heredero intelectual de esta reflexión.

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