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El emperador filósofo, Marco Aurelio y su legado cultural, Ignacio Pajón Leyra, Fórcola



Óscar Sánchez Vadillo



Pro captu lectoris habent sua fata libelli.

Terentianus Maurus, s. II d.C.



Todos los del gremio sabemos que el estoicismo está de moda, y no por los mejores motivos. A mí, las escuelas helenísticas siempre me han parecido una noble pero triste manera de renunciar a la vida, y por eso no me extraña tanto que la secta que se llevase finalmente la palma seis o siete siglos después de Aristóteles fuese el cristianismo, la recién llegada y quinta en discordia, precisamente porque su renuncia fue la más radical, eso que Hegel calificó como “huida masiva del mundo”. No quiero, a decir verdad, pensar cuál fue la situación anímica de estos tiempos, no vaya a ser que le encuentre alguna analogía con la actualidad (porque, en efecto, hoy disponemos de una mágica tecnología que nos permite hacer el indolente y el autista, pero a muy pocas personas se les ha ocurrido todavía hoy hacer un uso creativo e innovador de tanta maravilla). Ignacio Pajón esquiva esa boga tonta, y nos presenta a Marco Aurelio como el generador de una historia efectual, como decía Gadamer, de la figura del único gobernante de un gran imperio que practicaba la austeridad y la filosofía en su escaso tiempo libre. Yo recuerdo, también, a Cincinato, ese hombre ejemplar que mucho tiempo antes de Marco Aurelio tuvo el santo coraje de tomar el poder de Roma, erigirse, como le habían suplicado, en Dictador -entonces el término no tenía las connotaciones peyorativas actuales-, solucionar el caos de la Ciudad Eterna y volverse a sus tierras a arar el campo. No hay muchos personajes históricos así (tal vez el Juliano el Apóstata que Pajón menciona y Gore Vidal noveló), y por eso Ignacio Pajón vuelve a Marco Aurelio y a las muchas capas culturales sobrevenidas tras su muerte. Pajón emplea la estrategia de Ortega y Gasset, aquello que el madrileño denominó “el método Jericó”, que consiste en sitiar el problema en espiral como en la leyenda bélica de la Biblia, hasta que por fin conquistas el núcleo de la ciudad. Aquí, el núcleo es Marco Aurelio, claro, pero Ignacio Pajón llega hasta él mediante películas, cómics, ópera, pintura (me entero asombrado de que Hubert Robert fue el primer artífice del interés actual por las “porn ruins”), literatura, la “fabulosa desfachatez” del gran Fray Antonio de Guevara y él mismo, el maestro de ceremonias de esta fiesta de la erudición y del amor por la antigüedad greco-romana...

Porque la antigüedad ha sido sin duda muy respetada, pero también muy castigada. Decían en el Renacimiento que lo que no hicieron los bárbaros por destruir los vestigios del legado clásico lo hizo Barberini, mas no obstante hemos rescatado lo suficiente como para levantar toda una civilización sobre sus restos -también Luciano Canfora en su Aproximación a la historia griega nos recuerda lo muchísimo que perdimos. Tengo, yo, una tesis personal acerca de Cincinato o de Marco Aurelio. Sugiere que fueron tan grandes en el desempeño del poder porque hicieron oídos sordos a los aduladores. La manera, en particular, con la que especialmente Marco Aurelio se deshizo de ellos fue escribiendo sus Meditaciones, traducción del todo inexacta pero no incorrecta de sus desahogos filosóficos. Si tu principal asesor eres tú mismo, los cobistas aprovechados están de más. No hay nada peor en política, en mi opinión, que los aduladores o turiferarios, esos tipos o tipas capaces de convertir al mejor de los gobernantes o legisladores en la bruja de Blancanieves. Es cierto que, y vuelvo a hablar por mí mismo, las escuelas helenísticas lo que enseñaban es a fingir que la persona puede situarse más allá de las circunstancias de esta vida nuestra para equipararse con los muertos (puesto que, en efecto, sólo un muerto experimenta, por decirlo así, la apatheía o la ataraxía, sólo un muerto está en posesión de eso que tanto echan de menos en vida los médicos del alma, la llamada paz interior…), pero en este magnífico monográfico de Ignacio Pajón no se trata de eso, se trata de la recepción histórica de un hombre sin duda egregio a la vez que humilde. La autocrítica es, seguramente, la cosa más minoritaria del mundo: admiremos a aquel que se sometió a ella desde la más alta de las magistraturas conocidas en la crónica de la gloriosa andadura europea.

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